El perdón que el gobierno cubano no quiere dar

Editorial de La Joven Cuba
Hay decisiones que hacen la diferencia entre ejercer el poder y sostenerlo con inteligencia. Una de ellas es saber cuándo recurrir al perdón como expresión de liderazgo. Lejos de interpretarse como una debilidad, el perdón presidencial ha funcionado históricamente como una facultad legítima del poder ejecutivo para corregir excesos, mostrar autoridad y recomponer la relación con la ciudadanía.
En la tradición política moderna, no es solo una figura legal, sino también un gesto simbólico. En muchos países de América Latina ha servido para enmendar, cerrar ciclos, desactivar tensiones o, simplemente, mostrar humanidad en nombre del Estado. Se ha utilizado para pacificar contextos de protesta social, como ocurrió en Colombia tras acuerdos con grupos insurgentes, o para liberar a presos políticos en períodos de transición democrática, como en Chile y Argentina tras las dictaduras militares, donde fue parte de debates complejos sobre justicia y reconciliación.
En Cuba, sin embargo, aunque la posibilidad del indulto está recogida en la Constitución, su aplicación se ha limitado casi exclusivamente a escenarios de negociación política o presión externa, más que a una práctica institucional de justicia o reconciliación hacia lo interno de la sociedad.
La Constitución de 2019 en su artículo 128, inciso u), establece que el «Presidente de la República tiene la potestad de conceder indultos y solicitar a la Asamblea Nacional del Poder Popular la concesión de amnistías». Ambas figuras (indulto y amnistía) son parte del Derecho Penal clásico y se originan en la llamada «gracia del soberano»: una facultad excepcional del poder para intervenir donde la aplicación estricta de la ley resulte excesiva o injusta. Mientras el indulto perdona la pena sin borrar el delito, la amnistía borra incluso el hecho punible.

A pesar de este marco legal, el gobierno cubano ha descartado prácticamente la amnistía como herramienta política, debido a su carácter colectivo y a la implicación simbólica de que un grupo entero no debió ser condenado o con el que se cometieron excesos y formas de violencia jurídica, especialmente, por motivos políticos.
Pero no ha dejado de ser un reclamo, sobre todo entre activistas y familiares de personas encarceladas tras las protestas del 11 de julio de 2021 y otras de menor escala que han surgido después. En enero de 2024, un grupo de familiares de presos políticos presentó una petición a la Asamblea Nacional del Poder Popular solicitando una Ley de Amnistía para liberar a participantes del 11J. La carta, dirigida a Ana María Mari Machado, vicepresidenta del Parlamento, apelaba a una salida legal y humanitaria ante la severidad de las condenas impuestas. Sin embargo, la Asamblea respondió con una notificación escueta declarando la solicitud como «improcedente».
En estos procesos de liberación de presos ha sido determinante la Iglesia Católica como intermediaria,como ocurrió en 2010 con la excarcelación de más de 100 presos políticos, o en 2015, a propósito de la visita del Papa Francisco, con un indulto colectivo a más de 3.500 presos comunes. Según el jurista Luis Carlos Battista, «desde el 2010 han utilizado, en al menos cuatro ocasiones (Decreto 1 del 2011, Decreto 1 del 2015, Decreto 1 del 2016, Decreto 1 del 2019), la figura del indulto para liberar a cientos de sancionados en medio de un contexto de negociaciones políticas con el gobierno de España o Estados Unidos, o a petición de la Santa Sede».
Más recientemente, tras la negociación mediada por el Vaticano, el gobierno anunció la liberación de 553 personas, pero solo 210 de ellas fueron reconocidas como presos políticos por Justicia 11J. De acuerdo con cifras de Prisoners Defenders, al cierre de marzo de 2025 en Cuba había 1,152 presos políticos.
No obstante, ni siquiera esta figura (indulto) se emplea con total transparencia. Cuando el gobierno cubano ha decidido liberar a ciertas personas, prefiere usar fórmulas como «libertad condicional» o «licencia extrapenal», términos que mantienen la amenaza latente del castigo y permiten reactivar la pena si se considera necesario. La vicepresidenta del Tribunal Supremo Popular de Cuba, Maricela Sosa Ravelo, confirmó este enfoque al señalar que la excarcelación de 553 personas no constituyó ni una amnistía ni un indulto, sino un beneficio de «excarcelación anticipada». Por tanto, los sancionados siguen sujetos a condiciones estrictas y pueden ser regresados a prisión si incumplen dichas condiciones. Así ocurrió con los opositores José Daniel Ferrer y Félix Navarro, cuyos beneficios fueron revocados posteriormente.

Entonces, ¿por qué no se recurre a estos mecanismos si no hay impedimento legal para hacerlo? La respuesta no está en las normas jurídicas, sino en la forma en que se organiza el poder político en Cuba. La línea política la traza el Partido Comunista de Cuba, y la figura presidencial opera dentro de márgenes estrechos, sin autonomía para tomar decisiones que no estén previamente consensuadas. Por otro lado, en las pocas sesiones presenciales que tiene el Parlamento al año, al menos de forma pública, nunca se ha debatido una propuesta de amnistía, aunque este reclamo no ha dejado de estar en su base electoral. Esa verticalidad rígida, más que precaución, refleja inseguridad, y lo que en otros contextos sería un acto sereno de autoridad, aquí resulta impensable.
La resistencia a ejercer el perdón es más grave si se considera que existen precedentes históricos que muestran lo contrario. En 1955, el dictador Fulgencio Batista otorgó una amnistía general que permitió la liberación de Fidel Castro y los asaltantes del Moncada. No lo hizo por convicción humanista, sino por cálculo político. Había presión interna, desgaste institucional y necesidad de recomponer su imagen. Entendió que la clemencia no lo debilitaba, al contrario. La Revolución Cubana nació al calor de una amnistía, y es paradójico que hoy se niegue el valor estratégico del perdón.
La historia reciente ofrece ejemplos dolorosos. El periodista Gabriel Berrenechea, encarcelado en noviembre de 2024 —y aun esperando juicio— por participar en una protesta pacífica en Encrucijada, Villa Clara, pidió ver a su madre Zoila, de 84 años, enferma y sin asistencia. Ella también solicitó un permiso para reunirse con su hijo. La petición fue ignorada, y Zoila murió finalmente el 4 de mayo pasado. Solo tras su muerte se le permitió a Berrenechea acudir, bajo custodia, al velorio. El gobierno desperdició una ocasión para mostrar humanidad y la indignación se amplificó tanto dentro como fuera de Cuba.

Cuando alguien va a prisión por razones políticas en Cuba, no es solo esa persona la que sufre la condena; quedan atrás hijos pequeños, madres ancianas, parejas agobiadas por la supervivencia diaria. En un país donde la vida cotidiana está signada por la escasez y el desgaste, y el envejecimiento demográfico es uno de los más acelerados del continente, cada encarcelamiento deja a una familia más vulnerable. Lo supo Zoila, la madre de Gabriel Berrenechea, quien no es un asesino ni un violador: es un periodista independiente que ejercía su derecho a la protesta pacífica.
El gobierno de Miguel Díaz-Canel no solo atraviesa un momento de resquebrajamiento institucional y pérdida de legitimidad, sino que además desaprovecha cada oportunidad de actuar con inteligencia política o sentido común. Cada gesto que podría humanizar al poder es evitado con obstinación, como si la empatía fuera un lujo incompatible con gobernar. Pero en esa negativa persistente, el gobierno no solo se distancia más de la ciudadanía, sino que entrega argumentos sólidos a la oposición y desalienta a quienes, desde la izquierda o desde posiciones críticas, aún buscan espacios de encuentro o puntos en común. ¿Cómo defender una estructura política que, más allá de sus errores, actúa con frialdad innecesaria y torpeza?
La política exige inteligencia, y esta, a veces, pasa por saber perdonar. En un país que arrastra heridas profundas, ejercer el perdón de forma abierta y estratégica podría significar un gesto mínimo de sensatez y humanidad. Rehusarse a ejercerlo no es un detalle técnico: es una decisión política que evidencia la distancia entre quienes gobiernan y la sociedad que dicen representar. Un gesto de clemencia, bien comunicado, puede tener más impacto que la condena más dura. Pero la clemencia sigue esperando, como un acto pendiente en un sistema que alguna vez nació de ella, y que hoy parece incapaz de reconocer su valor.